Solo. Con la lluvia
amenazando mi cabeza, seguía caminando. Cada cierto tiempo me
detenía y analizaba las nubes -lloverá en cualquier momento- decía
y masticaba una vez más el camino. A veces sentía en mi cuerpo los
ladridos de un un perro o creía distinguir en el horizonte la
silueta de un caballo y su jinete, pero nunca llegaba a encontrarme
con ellos.
-Esto es la soledad-
me decía y seguía mascando el camino pedregoso. Me dolía la cabeza
y la sentía ardiente. No estaba enfermo. Solo que se atropellaban
una a una las imágenes de la urbe, de mi vida en mi cabeza.
Comenzó a llover.
Corrí con fuerza,
pateando piedras, esquivando los pequeños charcos que se creaban con
rapidez, gastando todo el aire que se reunía en mis pulmones. Vivía.
La lluvia me trajo la vida y ese sentimiento de hastío fue sepultado
bajo un alud de bosques y flores, de lluvia y humedad. Vivía. Creo
nunca haber tenido esa certeza antes, pero ahora se había aferrado a mi suelo y ya daba sus frutos en mi
pecho antes árido. Entraba como sangre nueva esa agua que escurría
del cielo y mi torrente sanguíneo se regocijaba ante la nueva vida.
Ese pensamiento se
introdujo en mi piel mientras corría por los campos.
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Tuve esta epifanía huyendo de la lluvia, en Paihuen, cerca de Cabildo.
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