Parte 4...
Vestido de viejo pascuero, la larga barba de algodón le cubría los
moretones que se ganó cuando lo echaron del motel por comenzar a
romper todo. Hace unas horas lloraba desnudo en la cama de un motel
sucio y entre sollozos, dejaba escapar su nombre mientras se
estrujaba en otra contracción, ahora vestía de papá Noel y
regalaba paz y esperanza al mundo. Necesitaba el dinero para algo, su
madre todos los días le restregaba que ya estaba viejo, que hiciera
algo por la vida, que tuviera un hijo, que se casara y se fuera de
allí. Se sentía mareado, le temblaba la pera y las horas
estallaban, una a una, en medio de su rostro. Riendo con el
tradicional joh-joh-joh repartía dulces a los niños, cortesía del
supermercado de turno, que a esa hora salían a comparar sus regalos
y ver quien era el rey de la calle.
Él, parado haciendo el mínimo movimiento posible, transpiraba
empapando un poco la larga barba de algodón que comenzaba a picarle.
Se mantenía ocupado tratando de olvidar lo que hace unas horas lo
tenía en pedazos -¡¡¿a quién no le ha pasado algo similar y se
ha vuelto a parar?!!- repetía como un mantra para alejar a los malos
espíritus, trató de sonreír, pero su intento se diluyó.
De pronto su cuerpo se torno rígido y el pequeño temblor se
transformó en un terremoto siniestro. Ella se paseaba del brazo con
su marido y sus dos pequeños niños corrían y reían alrededor,
sonreían y hablaban en voz alta, caminaban tomados del brazo y se
besaban levemente para cerrar el cuadro de la familia feliz. Tocó su
cortaplumas que siempre llevaba con él como buen boy scout y la
acarició lentamente mientras los fragmentos de una historia, de su
historia, le apuñalaban el corazón. Recordó el sonido de su voz
jadeante, el tacto de su piel volcánica, el segundo en que se
sumergía en ella, el ambiente asfixiante, caluroso, claustrofóbico
y dulce de sus encuentros, su rostro frágil al momento del coito, el
pelo ondulado que le venía a la frente y su dulce respirar tratando
de volver al ritmo de su vida ocupada.
Sacó su cortapluma y se dirigió hacia la pareja con los ojos rojos,
silencioso, evitando que ella se percatase de su figura –aunque me
vea no me reconocerá- pensó. Enceguecido por una ira brutalmente
explosiva los siguió por un rato hasta llegar a un callejón más o
menos silencioso y cuando explotó la rabia desbordándose de su
cuerpo, como el nacimiento de una supernova arrojando toda su
radiación al cosmos, se abalanzó sobre el hombre golpeándole con
un fierro y, en un segundo, lo degolló de forma rápida. Los niños,
como si se tratase de un juego en el cual querían participar se
acercaron y pequeñas cuchilladas se estamparon es sus pequeños
cuerpos, ensañándose con ellos. Solo la dejó viva a ella que,
estática, lo miraba a los ojos. La calle atestada de transeúntes
que se percataron al rato de la escena, desde el callejón hendía la
sangre dejando una pintura rupestre. Los gritos de espanto y terror
inundaron el paseo, la gente trataba de correr desesperaba, como una
estampida arrasaban con todo.
Corrió con la barba roja en sangre infantil.
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