Respiro, aquí tiene sentido el respirar. Hace rato que dejé el
pueblo atrás y sólo me guía ese río que saluda como gritando.
Subo, camino, sudo toda esa materia que me impedía seguir, doy
grandes bocanadas de aire, las avispas chocan contra mi piel, no
temo, sigo las huellas de otros desesperados que huyeron, pero no
escapo de la basura que esta regada por la vía –hasta aquí llegan
los humanos- digo en voz alta, pero no me canso, sigo, hasta que esos
granos desaparezcan, camino, el río sigue rugiendo con más fuerza,
el camino acaba, pero sigo subiendo, no quiero ver nada humano, la
tierra pura tiene un ritmo que asusta, que desnuda por eso nos
vestimos con concreto y creamos aquella música monótona pero
perfectamente rítmica, sigo, pero ya no me alcanza el aliento y mis
piernas se resienten, tiemblan al verse como mi único vehículo para
la jornada, me tiendo y el dolor muscular deja su estampa, respiro,
aquí tiene sentido hacerlo y me tiendo a dormir con el soundtrack de
una naturaleza avasallante y duermo, por primera vez en meses, duermo
sin la incertidumbre del despertar, duermo porque quiero, el dolor
físico no es nada, despierto, no veo el sol, tengo hambre, como pan
y decido volver aunque no quiera, la noche está por caer, supongo,
emprendo la bajada, ahora mi cuerpo se queja, pero es más fácil y
más difícil, bajar en línea recta y volver a donde “debo”,
sigo, el río ejecuta una marcha en forma de despedida y ocurre,
encuentro vida a mitad del camino, un pequeño perro, un cachorro,
olisquea a otro perro muerto, supongo que a su hermano, gruñe de
manera penosa –hasta los animales comprenden la muerte- el perro
me mira y por un momento se siente amenazado, se acerca a olerme, me
quedo estático, no porque quiera, algo me impide mover, lo hace y me
aprueba con un ladrido y unos movimiento hiperquinéticos, yo sigo la
bajada, me sigue, parece que me contara una historia secreta con sus
ladridos mezcla de ingenuidad y una profunda madurez que sólo poseen
los que han convivido con la muerte, me paro y pienso – y si me lo
llevo conmigo- pero, como si una pequeña membrana tapara el escape
de sangre de mi corazón en ebullición cediera y dejara escapar mi
sangre en una fuga asesina mi vida entro en mí como un tsunami que
se traga todo y caí de rodillas ante la ciudad que se tragaba al
bosque, traje la ciudad en mi equipaje, no tengo casa, mi madre
amante de la santería y congregaciones dilapida su tiempo siguiendo
las diez reglas, pero las censura para su conveniencia, cada cierto
tiempo me recalca que ese no es mi lugar, que debería irme de allí,
que debería casarme, tener unos hijos que ella está dispuesta a
criar con su displicencia de dos caras ya que ella fue una buena
madre y lo predica con total soltura, quiere que tenga un trabajo que
me implique el menor tiempo libre, que tenga deudas, que viva para
pagar y pague para vivir, que la visite en familia para que pueda
jactarse, que su nuera le ayude a cocinar y comenten los últimos
avatares de los famosillos de turno, eso pide y lo hace patente en su
cocina, en su comida incomible, en su trato despreciable y mi padre,
mi padre, ausencia si lo reduzco a una sola palabra, en aquella casa
no hay lugar para nadie- quiero llevarte perro, pero ¿dónde?¿por
qué?- y unas extrañas gotas caen, ha empezado a llover y eso sirve
para ocultar las lágrimas, no tengo futuro y nunca dejé atrás la
ciudad, la traje conmigo aquí, perro, tú que lames mis manos bajo
esta lluvia sientes mi dolor… me hace falta las caricias.
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Lo escribí si puntos aparte aunque, según las reglas, los tuviera. Algunas vidas no tienen puntos. Algunas bajadas no tienen respiros...